Por Felipe Dueñas
Abogado. Master en Derecho Internacional
La historia demuestra que las entidades políticas formadas por pueblos no son estáticas, evolucionan constantemente. Los imperios no duran para siempre, pero las civilizaciones que generan pueden perdurar más allá de sus estructuras.
Al igual que en las batallas suele imponerse el ejército más numeroso, en la historia civilizatoria prevalecen las entidades más grandes y cohesionadas, que tienden a dominar a las más pequeñas. Divide et impera fue una eficaz fórmula de poder aplicada por los romanos.
En contraste, cuando las entidades se unifican por afinidades culturales, políticas o estratégicas, adquieren mayor fortaleza y capacidad de desarrollo.
La Monarquía Hispánica se consolidó con el matrimonio de los Reyes Católicos, unió Castilla y Aragón y más tarde anexó Navarra y Portugal. La conquista de América fue una consecuencia natural de la Reconquista y su política expansionista.
Las trece colonias británicas se unificaron en el siglo XVIII para independizarse del Imperio Británico, creando una nación bajo un sistema federal.
Italia, pese a su unidad cultural y religiosa, fue vulnerable por su fragmentación política. Solo tras guerras y plebiscitos, con el liderazgo de Saboya, se logró la unificación italiana.
Alemania se debilitó tras la Paz de Westfalia. Fue Prusia, bajo Bismarck, quien a través de guerras unificó a los pueblos germánicos en el Imperio Alemán, excluyendo Suiza, Liechtenstein y Austria.
Las unificaciones han sido más duraderas cuando comparten cultura, idioma y religión. El Imperio Austrohúngaro fracasó al no conseguir esa cohesión, sucumbiendo a presiones nacionalistas.
El mundo árabe no logró unificarse tras la caída otomana. Más grave aún, la civilización hispánica perdió conciencia de su origen y potencial común, con clases dirigentes aliadas a potencias externas.
Hoy, la Hispanidad está fragmentada en más de veinte Estados, endeudados y sometidos a políticas externas. Desde las mal llamadas independencias, estas repúblicas se han enfrentado entre sí, beneficiando a multinacionales extranjeras.
Durante siglos, las clases dirigentes se han negado a reconocer sus errores históricos, engañadas por narrativas impuestas por imperios rivales del español.
Peor aún, ni siquiera quienes promovieron la separación supieron mantener la unidad territorial, conduciendo a la fragmentación y debilidad actual.
Esta responsabilidad histórica ha sido ignorada y ocultada en los sistemas educativos, dejando a los pueblos en la ignorancia.
Hoy urge fomentar una integración real entre las naciones hispanoamericanas, con objetivos comunes: unión aduanera, cooperación tecnológica, industrialización, lucha contra el crimen organizado y defensa de recursos estratégicos.
No se busca revivir imperios, sino construir una nueva unidad basada en intereses comunes.
Los prejuicios históricos ya han sido desmentidos por historiadores serios, incluso británicos, pero los medios, ONGs y ciertas élites insisten en narrativas sesgadas.
Cabe recordar que durante las independencias, la mayoría indígena apoyó al bando realista.
Seguimos culpando al pasado por nuestros males actuales. Pero dos siglos después, Estados como Ecuador no pueden sostener presupuestos ni garantizar educación y salud, viviendo bajo el crimen organizado.
Este panorama se repite en buena parte de la región.
Algo debe hacerse, un cambio profundo y estructural que sacuda el tablero geopolítico. No bastan ajustes menores. Necesitamos pensar en grande, como nuestros antepasados.
Es hora de romper paradigmas, revisar la historia sin prejuicios y liberarnos de los complejos heredados. Aunque tome cincuenta o cien años, debemos iniciar ese proceso ya.