Opinión

Hacia una Economía Centrada en la Familia

Por Andrés Cedeño
Economista. Master en economía y desarrollo de políticas públicas.
Conferencista e investigador dedicado a la difusión académica.

La economía moderna ha generado abundancia de bienes, pero ha producido simultáneamente una profunda crisis familiar y moral. Allan C. Carlson lo sintetiza en “la paradoja de una era de abundancia y riqueza que es también una era de degradación moral y declinación familiar”. En efecto, pese a los avances técnicos e ingresos crecientes, hoy sufrimos el colapso de la familia natural –esa unión estable de un hombre y una mujer en matrimonio dedicada a la procreación, el amor y la protección mutua . Como advierte Juan Pablo II, el individualismo económico ha socavado los vínculos primarios: “el individuo, la familia y la sociedad son anteriores al Estado” y éste existe para protegerlos, no para aplastarlos. En contraste, una economía centrada en la familia postula que las necesidades primarias se satisfacen mejor en hogares sólidos y autónomos, dotados de medios propios de producción doméstica y redes de solidaridad. A continuación, exploraremos por qué este modelo –respaldado por la doctrina social de la Iglesia y por pensadores como Chesterton o Belloc– resulta más resiliente y plenamente humano.

La familia: célula básica de la sociedad

La tradición católica considera la familia como la “primera sociedad” y el fundamento mismo de la civilización. En Rerum Novarum (1891) León XIII enseña que “lo mismo que el Estado, es la familia una verdadera sociedad, regida por un poder que le es propio” –el poder paterno– y que los derechos y deberes de la familia “son anteriores y más inmediatamente naturales” que los de la sociedad civil. Es decir, la familia existe por naturaleza antes que cualquier Estado y no puede ser subordinada completamente a la legislación o al mercado. Si la sociedad civil llegase a “entorpecer” el derecho de las familias a vivir sus fines, advertía el Papa, sería preferible rechazarla antes que sufrir tal abuso. El principio de subsidiariedad –presente en la doctrina social– afirma justamente esto: las decisiones deben tomarse en el nivel más cercano a las personas, dando prioridad a la familia y a la comunidad local antes que a la intervención estatal.

En este sentido, Juan Pablo II señala en Centesimus Annus que “el individuo, la familia y la sociedad son anteriores al Estado” y que este existe para “tutelar los derechos” de los primeros. En palabras de Juan Pablo II, toda “esfera de la vida social, sin excluir la económica” debe contribuir al bien común respetando la autonomía justa de la familia. De ahí deriva el imperativo cristiano de una economía al servicio de la familia: promover condiciones en las que hogares estables y cristianos puedan crecer y educar a sus hijos, conservando su capital humano y espiritual. Enfatiza el magisterio que la dignidad de la persona humana –configurada en la familia– no es un dato secundario, sino la línea de fondo de toda sociedad justa.

Desindustrialización y economía hogareña

Históricamente, hasta bien entrado el siglo XX la economía humana estaba centrada en el hogar. Cada familia era mayormente autosuficiente en lo esencial: producían y conservaban sus alimentos, vestían a sus miembros y transmitían la educación práctica y moral a los hijos. Carlson describe esta “economía pre-industrial” donde “el hogar familiar natural sirve como unidad de producción tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor” . En ella, padres, madres, hijos y parientes colaboraban con una división del trabajo hogareño que generaba bienes útiles; el hogar no era todavía una entidad puramente capitalista, sino más bien un modelo de solidaridad íntima. Esta estructura proveía una independencia económica básica: las familias no dependían totalmente del salario o de proveedores lejanos.

Con la industrialización masiva este modelo se rompió. Grandes fábricas y corporaciones absorbieron la fuerza de trabajo, obligando a los hombres a migrar a las ciudades y a las mujeres a buscar empleo fuera del hogar. Carlson observa que “la producción industrial moderna tiende, por su misma naturaleza, a minar los fundamentos materiales y psicológicos de la familia”. En efecto, el traslado de actividades productivas fuera del hogar conllevó la segregación de las funciones familiares: la educación y el cuidado infantil se “fabricaron” en escuelas estatales y guarderías, y los cuidados a los ancianos se mediaron con instituciones. Al compás de este proceso la medida de la riqueza pasó a ser el crecimiento del PIB, mientras se erosionaban las virtudes hogareñas. Como dice Carlson, los modelos económicos basados en la familia miden el éxito no por la “expansión monetaria”, sino por el aumento de matrimonios estables, nacimientos y solidaridad familiar.

Karl Polanyi o Alexander Chayanov estudiaron justamente esa economía campesina y familiar tradicional. Chayanov, mártir económico ruso ejecutado por el comunismo, demostró que las pequeñas granjas familiares –que combinan cultivo de subsistencia, industrias caseras y empleo externo eventual– son “una forma de organización económica lógica o incluso superior”. El silencio global sobre su obra durante décadas implicó políticas agrícolas erróneas que privilegiaban el capitalismo industrial o el colectivismo centralizado, destruyendo el modelo de subsistencia sostenible. En palabras de Carlson, las políticas de “globalización” han seguido un camino equivocado “subvirtiendo una agricultura centrada en la familia para transformarla en la explotación industrial de las granjas” .

Resiliencia mediante la propiedad familiar y la solidaridad

Una economía centrada en la familia se apoya en la pequeña propiedad ampliamente distribuida, defendida por los distributistas Belloc y Chesterton. Hilaire Belloc describe que la verdadera libertad económica sólo surge cuando la propiedad “está bien distribuida dentro de un grupo tan grande de familias en el Estado que individualmente poseen, y por lo tanto controlan los medios de producción en un grado tal que imprimen el tono general de la sociedad” . En ese escenario, la sociedad ya no es “capitalista” ni “comunista” sino una economía de muchas familias propietarias que aseguran la suficiencia y la libertad. Chesterton añadía: “Nunca se repetirá demasiado… que lo que destruyó la familia en el mundo moderno fue el capitalismo” . Para él, el capitalismo concentraba la propiedad y el trabajo en pocos, imponiendo el poder del empresario sobre el hogar, y promoviendo el materialismo que “fagocita” los valores tradicionales.

Estas ideas no son meramente idealistas. Numerosas investigaciones contemporáneas muestran que empresas familiares y comunidades locales resisten mejor las crisis. Por ejemplo, tras las recesiones se observa que los mercados laborales locales con tejido de PYMEs y cooperativas –a menudo formadas por familias– recuperan empleo más rápido que las zonas dominadas por grandes corporaciones. Además, las familias tienden a tener un capital social más fuerte (redes de apoyo mutuo, ayuda intergeneracional) que amortigua shocks económicos. En muchos países, las políticas pro-familia han resultado eficaces: Francia, que dedica 3,6 % de su PIB a subsidios, servicios y exenciones para familias, mantiene la mayor tasa de natalidad europea (2,0 hijos por mujer). Este esfuerzo permite a madres y padres conciliar trabajo y hogar, aliviando la presión económica que tantas veces obliga a postergar el matrimonio o el tercer hijo. En contraposición, la declinación natalista en Europa anticipa graves cargas para sistemas de pensiones y salud: sin suficientes jóvenes, la población envejece aceleradamente. “Si las tasas de natalidad se mantienen muy bajas, el reto puede ser mayor”, advierte el demógrafo Gilles Pison.

Principios de la doctrina social católica

La Iglesia Católica ha subrayado en sus documentos sociales que el orden económico debe servir al hombre y a la familia, no al revés. Además de las enseñanzas de Rerum Novarum sobre el valor primario de la familia, Pío XI en Quadragesimo Anno (1931) y Juan Pablo II en Centesimus Annus (1991) rechazan tanto el liberalismo salvaje como el colectivismo totalitario. Juan Pablo II, con visión profética, conmemorando Rerum Novarum, recuerda que el libre mercado sin reglas debe estar subordinado a “la justicia conmutativa” y a la protección de la familia. De hecho, le preocupaba que economías centristas exploten a la familia: El papa Francisco retomó esta crítica moderna al “mercado divinizado” que hace vulnerable “cualquier cosa frágil, como el medio ambiente” y, sin duda, también la familia. La doctrina social pone además énfasis en la solidaridad generativa: las familias deben ser alentadas a tener hijos mediante políticas que valoren la maternidad y la paternidad. Juan Pablo II afirmó que cada niño es un bien social, y promover la natalidad es invertir en el futuro de la sociedad.

Los Papas han denunciado que la disolución familiar es consecuencia de ideologías revolucionarias. San Pío X, Pío XII y Juan Pablo II dedicaron documentos a fortalecer la familia frente a la cultura de la muerte y la revolución sexual. Por ejemplo, Pío XII señaló que romper con la familia natural conducía a la “disolución de toda civilización”. En la encíclica Casti Connubii (1930), Pío XI defendió el valor intrínseco del matrimonio cristiano y condenó las políticas que promueven el aborto o el divorcio (que fragmentan el tejido familiar). El catolicismo contrarrevolucionario, desde Plinio Corrêa de Oliveira hasta San Juan Pablo II, advierte que la defensa de Occidente cristiano pasa por la familia. Corrêa, al analizar la “Revolución” moderna, subrayó que sus dos objetivos paralelos eran la destrucción de la propiedad privada y la disolución de la familia tradicional. Para él, Tradición, Familia y Propiedad forman un todo indivisible en.

Crítica al mercado y al colectivismo

Chesterton y Belloc también criticaron que tanto el capitalismo acaparador como el socialismo estatista dañan a la familia. El primero privilegia el lucro y consolida la dominación del empleador, mientras el segundo destruye la propiedad privada y sustituye el hogar por “granjas colectivas” o aparatos burocráticos. Belloc arguyó en El estado servil que cuando unos pocos controlan todo el capital, irremediablemente se crea una nueva clase de servidores (asalariados) sin autonomía. Por eso proponía la “economía distributista”, en la cual cada familia posea algún medio de producción: la tierra, un taller o un negocio pequeño. Con esta amplitud de propietarios, “la resistencia a los grandes impuestos es tan tenaz y eficiente que los hace fracasar”, pues nadie permite que el Estado arrebate los bienes heredados por padres a hijos.

En la praxis política actual, esto implica limitar el tamaño de las grandes empresas y la deuda pública, incentivando en cambio la pequeña empresa familiar. La Escuela austríaca de economía también reconoce que los incentivos fiscales orientados a la familia –como deducciones por hijos, subsidios a la vivienda o flexibilidad laboral para padres– aumentan la inversión en capital humano y la natalidad. Como subraya un análisis contemporáneo, muchas mujeres posponen o renuncian a tener hijos por “no sentirse preparadas financieramente” (en EE. UU., cerca del 40 % de abortos se vincula a inestabilidad económica). En este sentido, una economía responsable con la vida prioriza el bien común sobre la ganancia inmediata, asegurando condiciones para que cada matrimonio tenga un mínimo de seguridad material.

Hacia una economía virtuosa: propuestas y ejemplos

Una economía realmente resiliente rechaza extremos. No es ni un socialismo despersonalizante –que trata al ciudadano como mera cédula de beneficios estatales– ni un capitalismo anárquico –que sacrifica al individuo por la lógica de mercado–. Según Caritas in Veritate, debe existir un “capitalismo de rostro humano” donde el mercado respete valores éticos. Esto pasa por promover cooperativas, finanzas éticas (por ejemplo, cooperativas de crédito vinculadas a parroquias), empresas familiares y políticas de “economía real” que atajen la especulación. La doctrina social propone además la solidaridad intergeneracional: los gobiernos deberían facilitar la maternidad (bajas laborales pagadas, guarderías públicas, créditos blandos para vivienda), como lo hacen algunas naciones europeas exitosas. Francia es un caso ilustrativo: su generoso sistema de cuidados infantiles y ayudas ha mantenido desde 1975 la mayor fecundidad continental.

Por otro lado, la promoción de la educación en el hogar y redes de tutoría familiar fortalece el capital humano sin sustituir a los padres. La Iglesia anima a las familias a ser “pequeñas iglesias domésticas” que actúan en la sociedad civil con su proyecto de amor y vida. De hecho, parte de la “militancia activa” a que convoca el movimiento Firmes consiste en involucrarse cívica y solidariamente: apoyar políticas a favor de la familia, cooperar en iniciativas de ayuda familiar (bancos de tiempo, ayudantías vecinales), y sobre todo, testimoniar con la propia vida que los valores familiares son fuentes de crecimiento sostenible.

Es evidente que el verdadero crecimiento de la sociedad no se mide sólo en PIB, sino en la salud de sus estructuras familiares. Como propone Carlson citando a Borsodi, la economía familiar devuelve a las personas “al hogar y al corazón, a los amigos y a los hijos” en lugar de al impulso del lucro. En estas comunidades arraigadas se cultivan virtudes como la generosidad, el sacrificio por el otro y la transmisión de la fe; recursos invaluables para sobrellevar crisis económicas, guerras culturales o pandemias.

Llamado a la militancia y conciencia

Hoy, ante la crisis demográfica, cultural y espiritual de Occidente, este análisis no es mero ejercicio teórico sino acción urgente. C.S. Lewis advertía que “cuando el Estado dicta cada aspecto de nuestras vidas, lo primero en quebrar es la familia”. Más aún, san Juan Pablo II y Benedicto XVI sostenían que la revitalización de la sociedad pasa necesariamente por la familia cristiana. Por eso el Movimiento Firmes convoca a la militancia consciente: ser luz y sal en la vida pública, donde cada cristiano defienda los derechos del matrimonio y la familia. Esto incluye la tarea política (votar por candidatos pro-familia), el apostolado cultural (promover la visión cristiana del matrimonio) y las obras de misericordia (cuidar a madres vulnerables, educar a la juventud).

Efectivamente, la fe y la razón convergen en señalar que una economía sustentada en la familia es más fuerte ante los embates externos. Resiliencia significa que, cuando suceden turbulencias (guerras, crisis financieras, pandemias, cambio climático), las comunidades familiares densas amortiguan la caída: comparten bienes, reinventan industrias hogareñas, intercambian servicios entre parientes y vecinos. Por el contrario, la sociedad excesivamente individualista y globalizada es más frágil; carece de redes de apoyo locales y se vuelve dependiente de grandes poderes económicos. Este punto lo rescata hasta la Comisión Europea: en un informe reciente se destaca la solidaridad de las redes familiares y comunitarias como factor clave para “una recuperación económica inclusiva” frente a catástrofes.

En última instancia, el llamado a la familia es un imperativo moral y espiritual. Leon XIII exhortaba a ver en cada hogar un “reducido de la sociedad” cuya educación en la virtud cimenta el futuro de la patria. Defender la familia –en la economía y en la cultura– es defender la misma civilización cristiana de Occidente. Como guerrilleros del amor y del bien común, los militantes comprometidos deben impulsar políticas económicas que favorezcan el reparto amplio de la propiedad y el trabajo familiar. Sin caer en la utopía tecnocrática ni en la revolución, nuestra misión es construir “economías humanas” donde cada empresa familiar no sea un residuo anacrónico, sino la regla general. Solo así podremos superar la crisis actual, asegurando un porvenir sólido donde lo que crezca sea no solo la riqueza, sino el tejido amoroso de los hogares.

Bibliografía

•             Juan Pablo II, Centesimus Annus (1991), §§ 6.

•             León XIII, Rerum Novarum (1891), §§ 23-24.

•             Allan C. Carlson, “Toward a Family-Centered Economy” (New Oxford Review, 1997) jcmonedero.comjcmonedero.com.

•             G. K. Chesterton, The Wells and the Shallows (1916) americamagazine.org.

•             H. Belloc, An Essay on the Restoration of Property (1912) archive.org.

•             F. Cámaras, “En Francia, las políticas públicas… la tasa de natalidad” (Infobae, 2021) infobae.com.

•             Evangelii Gaudium (2013), § 56 (cita de Francisco sobre el mercado) americamagazine.org.

•             Caritas in Veritate (2009) de Benedicto XVI.

•             Revolución y Contrarrevolución (1959) de P. Corrêa de Oliveira (TFP).

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